Uno de los carnavales más populares y divertidos de la selva norte peruana es sin duda el que podrías vivir en la ciudad de Rioja, en San Martín. Preparemos toda nuestra frescura para cuando podamos volver a celebrar.
El Ño carnavalón riojano afirma, con una seriedad que no viene al caso, que sólo tiene noventipico abriles. Sostiene haber visto la luz de este mundo en medio de un aguacero infernal que amenazó con desenfundar las aguas de la laguna Mashuyacu.
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Afirma que la culpa de su apego al licor no es su culpa. Que aprendió a cogerle el gusto a los aromas de uvachados, viborachados y tapishados cuando era apenas un mancebo y vivía en la cantina de la siempre afable doña Clotilde.
Por eso hoy, en medio de la plaza riojana y en pleno uso de sus facultades, quiere dejar testamento. Confiesa, ante el estupor de una abuelita chocha y dos monjitas que bañan cachorros teñidos de rojo escarlata y amarillo patito, que tuvo tres esposas. Una en Rioja, otra en Soritor y la más nuevita en Yuracyacu. Sin embargo, subraya que sólo tuvo cuatro hijos porque es consciente que no se puede traer llullos que uno no pueda alimentar.
Antes de estirar la pata suelta la papa caliente y pide que el próximo año su cumpleaños lo celebren como siempre. Que no necesita muchas reinas y carros alegóricos, sino más pandillas. Quiere umshas (yunsas) y comparsas movidas por la gente del barrio, porque eso es precisamente lo que hace al carnaval riojano tan especial…. el carnaval es de su gente.
Y al caballero juglar no le falta razón. Si uno pasa revista a los carnavales amazónicos, el de Rioja debe ser el de más sincretismo cultural y de mayor contenido. No se restringe al baldeo callejero y la fiesta en medio de la pista. Nada que ver. En Rioja el pueblo enterito vive el carnaval como un gran cumpleaños comunal.
Las casas dan de comer y brindar a la muchachada que durante todo febrero se encarga de dosificar la alegría por jirones, plazuelas y avenidas. Los barrios se organizan y eligen la danza que interpretarán el día del corso, preparan su carro, lo adornan, eligen a su miss y cruzan los dedos para que su reina se convierta en la nueva soberana del pueblo.
Las señoras sacan sus parrillas hechizas y ahí van a parar pollos, menudencias, maduros y otros menjunjes dispuestos para saciar el hambre de la gente. Más de 20 mil personas con orden de no andar en inmovilidad. Todo lo contrario, la máxima aquí es mover la cadera, brindar con guiños y recibir a los foráneos como hijos predilectos. Porque esto, señores, es Rioja, la ciudad de los sombreros y el carnaval como Dios manda y el diablo dispone.
La fiesta popular
A diferencia de lo que pasa en Moyobamba o Tarapoto donde el carnaval se resume a bañadas inconsultas por culpa de pandillas motorizadas y a conciertos callejeros donde los menores de edad pueden embriagarse con cierta impunidad, el carnaval de Rioja ofrece música vernacular, danza endémica, gastronomía local, alegorías y representaciones burlescas en las que participa todo el pueblo. Y esa es precisamente la diferencia con otros carnavales.
Y es que la fiesta carnavalesca ha sobrevivido como una expresión genuina de lo popular, pero de un tiempo a esta parte, esa personalidad fue decayendo. La industria cultural hizo de la fiesta un producto desacralizado sin mito, sin leyenda, sin ton ni son. Mientras el carnaval se convirtió en la mayoría de regiones del Perú en un artículo de consumo donde el espectador no participa y carece de rol, voz y voto, en Rioja se da la antítesis. Todos participan, está prohibido ser un mero observador y pasarla bien sin sudar la gota gorda
Eso es Rioja y flaco favor le hacen los empresarios que intentan colgarse de su fama armando fiestas en las calles en los días de cierre del carnaval. Rioja tiene una fiesta con más personalidad que ninguna otra y nada se le parece. Sin embargo, tiene el corazón de todos los carnavales del mundo, como bien dice el historiador riojano Raúl del Águila.
Fundada por orden de un obispo (Baltasar Jaime Martínez de Compagñón en 1782) el carnaval riojano es fiel a sus raíces y se celebra entre febrero y marzo, dependiendo estrictamente de la programación anual de la cuaresma católica. Pues sí, así como suena. Y es que esta actividad es la gran oportunidad para que todos puedan pecar sin roche, expresarse libremente y disfrutar de toda clase de goces y placeres, justo antes del miércoles de ceniza. Después ya será muy tarde.
Pero en Rioja nada se deja al azar. Todos se organizan con una sorprendente prolijidad para el desmadre y el caos carnavalesco. Se arman comisiones de trabajo, se mandan traer bandas y orquestas de música típica, se forman equipos para el parado y adornado de las imponentes umshas. Se pone a todo Rioja de patitas en la calle.
Y es que todo debe quedar a punto y listo para que los diablitos hagan de las suyas, los chicos pandilleen como si fuera la última vez de sus vidas y para que los turistas se vayan con las ganas de volver, porque a la vista se ve que les gustó tremendo espectáculo que contagia, que como un virus serpenteante se mete por las orejas y llega al corazón para decirle a uno: ¿Y si me quedo a vivir en Rioja?
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