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Destinos Largos

Máncora a contracorriente 

Máncora Foto: Juan Puelles

Por: Rolly Valdivia Chávez 

Por consideración y respeto a nuestros lectores, comunicamos con cierto desconsuelo que esta crónica, a pesar de tener como escenario a una de las playas más subyugantes y espléndidas del norte del país, no describe prolijamente la belleza costera ni resalta la abrasadora intensidad del sol.

Foto: Juan Puelles

Tampoco revela –según confesión del propio autor- divertidos encuentros con las aguas refrescantes (las del mar o las otras “aguitas”) o galopantes cabalgatas por las orillas humedecidas.

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Siempre Máncora, siempre verano

A pesar de esas graves omisiones, el susodicho tiene el descaro y la desfachatez de justificar su desatino, arguyendo que siempre hay algo nuevo bajo el astro rey y que su obligación profesional era la de buscar esas novedades en las calles del pueblo, en el mercado con sus cebichitos a precio de oferta, en el muelle invadido de pelícanos y, por qué no, en el camposanto.

En el colmo de la desvergüenza, el autor llega a sacar pecho por su aguzado olfato periodístico que le permitió develar o descubrir que Máncora, más allá de sus hoteles pintones, su vistosa infraestructura turística y sus pinceladas cosmopolitas, es, todavía, una comunidad costera que respeta sus añejas tradiciones.

Foto: Juan Puelles

Por lo expuesto hasta aquí, es fácil sospechar que nuestro modesto escriba es un tremendo aburrido, un plomazo de campeonato, una auténtica lorna (no las de mar sino las que son el punto de las bromas en las aulas y barrios). Sin embargo, no contamos con indicios suficientes para afirmar que el pobre anda constipado, por lo que podría ser cierto lo de su buen olfato.

Así que, aunque sea por pura curiosidad, le recomendamos echarle un vistazo a su relato playero. ¡Qué Dios nos ayude!

La culpa es de la niebla

Foto: Juan Puelles

Todo es perfecto. El mar resplandece, la brisa es un susurro de frescura y las aves del océano crean curiosas formaciones en un cielo azulísimo. Sí, Máncora es un destino luminoso, diáfano, sencillamente de ensueño, donde el sol nunca deja de brillar y… ¡ey!, que alguien detenga a la niebla que empieza a ensombrecer el horizonte, a malograr mi entrada.

La bruma que llega acompañada por un viento levantisco, espanta irremediablemente a los bañistas. Es extraño y fascinante. La costa norteña me muestra ahora un panorama distinto, una cara desconocida que no encaja con los folletos turísticos. Ese fue el punto de quiebre. Ya no describiría paisajes inolvidables ni jornadas relajantes en la arena y el mar, tampoco los presuntos romances en bares y pubs…

Foto: Juan Puelles

Iría contra la corriente, buscaría otros detalles, los otros matices de este distrito de la provincia de Talara (Piura), cuyas raíces se remontan al siglo XVII, cuando el capitán Martín Alonso Granadino, luego de recibir la posesión legal de los ojos de copé o brea blanda que existían en la costa norte del Perú, se convirtió en el amo y señor de la naciente hacienda Máncora.

Con el paso del tiempo, en sus linderos surgirían sencillas caletas de pescadores, las cuales serían el núcleo de las actuales poblaciones de Lobitos, Talara y Máncora. Esta última fue elevada a la categoría de distrito, el 14 de noviembre de 1908, cuando Augusto B. Leguía era presidente de la república por primera vez.

Hoy, la caleta diminuta que creció a la sombra de la gran hacienda, se ha convertido en un dinámico destino turístico que atrae a bañistas de aquí y de allá.

Noche en vela

Foto: Juan Puelles

“Aquí todo es lindo. El mar, las olas, la gente, la comida mi hermano”, me anima un hombre gordísimo, cuya figura parece dar fe de su última afirmación. Las otras hay que comprobarlas y es por eso que camino por la playa del pueblo, esquivando los cuerpos desparramados en la orilla y escapando de unos jovencitos que alquilan caballos.

Pasos en la arena. Encuentro con rastras, hippies, mochileros, trotamundos y surfistas en búsqueda de olas memorables. Sorpresa al observar el elegante contoneo de una señora setentona que pasea en bikini y el triste andar de un vendedor de lámparas artesanales. Una pizca de envidia al ver a esa gringa portentosa, derritiéndose por un mancoreño achaparrado que se pone saltón y me mira con ojos de avanza rápido compadrito.

Festiva agitación en una mañana de rabiosos rayos solares. Hierve la arena, el mar y el pueblo entero que no es ni grande ni chico, ni bonito ni feo; aunque tiene un no se qué, una gracia discreta que parece provenir de ese indescriptible aire de relajo, de calurosa quietud y contagiante amodorramiento, que caracteriza a las zonas en perpetuo verano.

Visiones del Máncora urbano, partido en dos por el asfalto de la Panamericana Norte. Una plazoleta, un templo sin mayores pretensiones monumentales, una especie de bulevar y un mercadito. Varios hoteles y restaurantes. Nada extraordinario, nada que parezca inolvidable.

Foto: Juan Puelles

Pero, al recorrer algunas de sus callecitas polvorientas o al conversar con algún pescador que mata el tiempo en una perezosa, esa percepción empieza a desdibujarse. Y sigue desdibujándose cuando al caer la noche del 1ro de noviembre, me dejo tentar por las voces del pueblo que te hablan de ranchitos y velaciones.

¿Dónde?, ¿cuándo?, ¿a qué hora?… Me doy cuenta que en verdad ando bien contra la corriente, porque cuando todos los viajeros empiezan a prepararse para ir al asalto de bares y discotecas, yo estoy que muero de ganas de ir al Cementerio General –de visita nomás, por si acaso- donde familias enteras velan a sus muertos, perpetuando así una costumbre muy popular en el norte del país.

Subo a un mototaxi. Un solcito y estoy en el ¿cementerio? o en un ¿feria?… Ya me confundí, hay tanto movimiento, tantos vendedores de velas e imágenes de santos, de flores y escapularios. Oigo música cumbiambera y me encandilan las luces variopintas que resplandecen al otro lado de la carretera. Allí los comerciantes han “sembrado” carruseles, futbolines, camas elásticas y hasta la carpa de un circo.

Oculto tras un puñado de ranchitos de estera convertidos en cantinas y restaurantes, el cementerio se yergue como un oasis de paz. Silencio. Siluetas y sombras bajo el tenue fulgor de una bombilla o la incierta luminosidad de las velas.

Plegarias convertidas en murmullos, conversaciones atipladas, risas contenidas y hasta el repiquetear advenedizo de un celular que nadie responde en esta noche nostálgica carente de luna, en la que los mancoreños recuerdan a los que se fueron.

“Muchos se quedan toda la noche, algunos se van cuando se acaba la vela”, me explica en voz bajita un deudo acongojado. Luego me cuenta que muchos parientes solo se ven para esta fecha y que aquí, en Máncora, no se arma una fiesta frente a las lápidas y cruces. “No es como en otros pueblos, donde bailan, comen y hasta toman con el difunto”.

Foto: Juan Puelles

La fiesta está afuera. “Salud”, porque aquí se está mejor que allá, como se lee en uno de los pintorescos y rústicos ranchitos de cocina presurosa, en el que resalta un “decorativo cordel” repleto de salchichas y lonjas de cecina, listitas para ser ofrendadas a la sartén.

A probar se ha dicho. Buen provecho. Chifle y cecina. ¿Qué tal está?, pregunta el dueño. Mi silencio es la mejor respuesta. Hablar con la boca llena es mala educación aquí –en el ranchito– y allá –en el cementerio–, donde los deudos siguen con sus oraciones y velas, sentados frente a las tumbas y nichos. Algunos cubiertos con gruesas frazadas.

“Mañana también estarán. Es la costumbre”, me cuenta el propietario, mozo y, a veces cocinero, del rústico restaurante. Nos retiramos. Ya es tiempo de ir un poquito más allá, de volver al pueblo. Y, mientras espero un mototaxi, recuerdo lo que alguien me dijo en el cementerio, no sé si en broma o en serio: “hace tiempo había un señor muy mujeriego. Cuando murió, todas sus queridas venían a velarlo”…

Regreso al núcleo urbano, a la avenida Piura (nombre eufemístico de la Panamericana) donde una chica baila en la puerta de un bar. Sus movimientos, cadenciosos y sensuales son una abierta invitación a navegar por las aguas de la pasión veraniega. Pero, lamentablemente, esta crónica no consigna información sobre sirenitas en bikini… tampoco de diablitas nocturnas. Mala suerte. Será para la próxima.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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