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Cultura

Los pregones: El canto de las horas

Por Ana María Malachowski

Cuenta don Ricardo Palma que hasta hace pocos años, los vendedores de Lima podían dar tema para un libro por la especialidad de sus pregones. Casas había en que para saber la hora no se consultaba reloj, sino el pregón de los vendedores ambulantes, el canto del gallo y el rebuzno de los asnos.

Las tres veces coronada villa despertaba al pregón bullicioso de la lechera que cabalgaba en un escuálido burro atiborrado de porongos de lata. Bulliciosa ¡la lechira! y silenciosa, la tisanera se estaciona a las siete en la plaza al lado de su olla de barro llena de agrios limones y más allá andaba la vieja chichera que despachaba la dosis diaria de la chicha terranova: Ay, rica chicha / del día de hoy / ¿Naide me llama, / que ya me voy?

Clareaba la mañana y a las ocho, ni un minuto más ni un minuto menos, ¡Ay bizcochero! El preferido de los niños y los de buen paladar. El moreno bizcochero bate su plumero para espantar las golosas moscas que se van y vuelven antojadas por el rico manjar… ¡Que se va el bizcochero!

Y camina el aguador en su burro… ¡Aguador, écheme usted un viage! La vendedora de zanguito de ñajú y choncholíes, marcaba las nueve y a las diez se anunciaba ¡La tamalera! ¡La tamalera suave… a medio y a real!… ¡Ya se va la tamalera! ¿Quién me llama?…

La mulata del convento que vendiendo ranfañote y el bocado de rey se sienta a las once al lado de la pícara melonera que sus melones enteros los mezcla al día siguiente con otros frescos. Frescos melocotones… ¡Eh frutee, pela, pelía… canasta llena…! Manuel Atanasio Fuentes escribe que la canasta llena y el tamal de uvas hacían perder el juicio a los niños. Una canasta llena de peros y peritas y otra más grande con gran cantidad de uvas marchitas envueltas en hojas de plátano y a su lado se lucían las ricas empanaditas de picadillo.

El frutero aparecía a las doce del día y se retiraba al pintarse el cielo de tonos rojos, malvas y naranjas. Lima en tiempos de la Colonia y principios de la República, fue una ciudad dulcera por excelencia de ahí el famoso apelativo de «limeño mazamorrero». Y por ser tan dulce la ciudad, a la una en punto, nadie le quitaba su hora al ambulante con su ante con ante, la arrocera y el alfajorero. A las dos la picaronera y el humitero, el del pregón cadencioso y bien condimentado: «Humitero, aquí están las humitas, / calientitas, de manjarblanco / El que pide una, pide otra y el que no tiene, se ha muerto».

El humitero que pasea por puentes y alamedas «es un calavera atrevido y capaz de mil tropelías». A las tres y más puntuales que las campanadas de la añosa Catedral, ansiosos vecinos esperaban el pregón del melcochero, la turronera y el anticuchero con su sabroso «bisteque en palito» calientito. A las cuatro el ¡Ajiaco, charque y seviche! ¡Motesito peladito! Era la voz de la morena picantera que recorría las calles con sus ollas y su gran canasta.

Con su canasta llena de jazmines cruzaba el jazminero por la plaza colorida al caer de la tarde en aquella ciudad suave y alegre que rompía su silencio con el canto del vendedor de caramanducas y las flores de trapo: «¡Jardín, jardín! ¿Muchacha, no hueles?» Una voz hueca suena a las seis o a las siete por los portales, era el Velero, que con un largo, fuerte y lustroso palo nudoso colocado sobre sus hombros, encendía con sus velas de sebo chinganas y pulperías hasta que por fín una noche de mediados del 1850 apareció el esplendoroso gas. Junto al velero cantaba el curioso raicero y el dulce galletero más amable que el temido mantequero.

 

El mantequero que al menor roce con él podía producir una terrible catástrofe… en la tela del distraído caminante o en la de alguna elegante tapada. Ña Aguedita vendía por la mañana frescos, y por las noches refrescos, mazamorra morada, champuz de agrio y de leche. ¡Cuántos galanteos y cuántas declaraciones amorosas!, escuchaba Ña Aguedita mientras servía en un vaso de cristal su famosa chicha de guindas o la rica horchata. Ña Aguedita era la fresquera predilecta, incluso de los caballeros de alto copete, que dejó de beber su agua de granadas a las siete cuando murió la dama que muchos creyeron era inmortal.

Lima la ciudad presuntuosa y sencilla, amable y colorida calmaba su sed cuando aparecía metido el tarro de lata entre un cubo de madera, el rumboso heladero junto a su compañero el barquillero: «¡La neve cara está, no pode darte más; se no queras, no tomas!» Fuentes escribe que los heladeros eran indios que anunciaban su paso por las calles, con los gritos de ¡Eh riqui piña y de leit! Los ricos helados que si eran de piña, apenas tenían fruta; y si eran de leche, pues,… ¡eran del color de la leche! Era de noche, eran las nueve y a las nueve salía a la luz el animero o sacristán de la parroquia. Salía con su capa colorada y farolito en mano pidiendo para las ánimas del purgatorio y a las diez de la noche y después de esa hora era el sereno quien reemplazaba a los relojes ambulantes, cantando: ¡Ave María Purísima! ¡Las diez han dado! ¡Viva el Perú y sereno!

¡Ah, tiempos dichosos! Cuando para saber con la hora en que uno vivía, ningún reloj más puntual que el pregón de los vendedores, escribió don Ricardo Palma.

Fuentes:

Lima, apuntes históricos por Manuel Atanasio Fuentes / Los Pregones de Lima por don Ricardo Palma / Historia General de los Peruanos por Raúl Porras Barrenechea

 

 

 

 

 

 

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