Igual que Manco Cápac en la leyenda, Luciano Vladi Durano Coyla vino al mundo sobre el Lago Titicaca, específicamente en la isla flotante Toranipata. En su ADN, lleva impregnada la innata habilidad aimara de tejer la totora hasta transformarla en utilitarias formas que alcanzan su máxima expresión en resistentes embarcaciones lacustres.
Como buen heredero de la tradición de los uros, a sus 75 años, él es un astillero viviente que hoy se dedica a la fabricación manual de vistosas balsas de totora en miniatura, que son la debilidad de los turistas nacionales y extranjeros, quienes poco a poco van volviendo a Puno tras el frenazo causado por el coronavirus.
Usuario de Programa Nacional de Asistencia Solidaria Pensión 65, del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis), Luciano disfruta haciendo las pequeñas naves con manos y pies. Sí, con pies, porque solo pisándola puede amarrar la totora previamente cortada y cuyo largo no supera los 30 centímetros. En el centro poblado Jayllihuaya, en uno de los extremos de la ciudad de Puno que colinda con el lago navegable más alto del mundo, Luciano pasa largas horas confeccionando las enanas balsas sobre una manta, con las nubes como techo, entre su habitación y una especie de desván.
Mientras arma las mini balsas su mente regresa a ese flotante tercero de primaria del que jamás pasó. Sin proponérselo, en cada atado recuerda a la profesora “gringa” que le enseñó a sumar. Incluso regresiona más. Vuelve a ser niño con cada barquito. Siente como niño. Ríe como niño. Para dar en la yema del gusto de los niños hay que ver el mundo como ellos. “Mis ocho nietos me aman. Les hacía balsitas y se las regalaba como juguetes”, dice Luciano, convencido de que, aunque seamos grandes y paguemos cuentas, todos llevamos un niño dentro.
Conoció a su esposa Francisca en la escuela de la “gringa” y los padres se encargaron de casarlos, tal como manda la cosmovisión aimara, arraigada en las islas flotantes. Tuvieron un hijo y dos hijas, y se entienden a la perfección. Luciano va una vez a la semana a las islas flotantes que lo vieron nacer para vender sus balsas en miniatura. Rema extensas horas e invierte todo el día. Cuando Francisca no lo puede acompañar, el viaje se le hace aun más largo y tedioso. Ni las mantas o tapetes cuidadosamente bordados por ella, pueden reemplazarla. De tanto en tanto, Luciano también ofrece en venta el arte de su esposa.
El pescador artesano
Ser el segundo de 12 hijos implicó para Luciano tempranas responsabilidades. Harto de ver acongojada a su mamá por la falta de comida para todas las bocas de la casa, un buen día, siendo aún menor de edad, decidió salir de pesca y se fue hasta el borde del Lago Titicaca que baña al distrito puneño de Capachica. Le fue tan bien que pudo concretar el ansiado trueque de papa por carachi. Desde entonces y durante varios años replicó esa práctica y su madre dejó de llorar.
Y los años pasaron y su vida dio un giro. “La pandemia nos ha fregado mucho. Ya no vienen tantos turistas como antes. Yo vendo mis balsitas a 3 soles cada una, y en una jornada me salen unas 15. Los ‘gringos’ pagan y compran más que los de Lima”, asegura Luciano, quien arma una balsita en dos horas.
Aprendió a trabajar la totora en 1970, mirando cómo lo hacían sus paisanos. Primero se volvió un experto construyendo las grandes balsas que son asombro de propios y extraños, y que emulan a las portentosas naves fenicias. “Hacer embarcaciones de totora es tradición del pueblo aimara. Yo llevo eso en la sangre”, comenta orgulloso.
Rememora sus años de juventud cuando se iba y venía de Puno a la península de Capachica navegando sin cansarse. Hoy dosifica las fuerzas porque los años le pasan factura. La vista ya le juega malas pasadas y de noche no puede fabricar sus miniaturas. Pero no se autojubila y tampoco renuncia a esa sonrisa que rápidamente lo vuelve amigo de las cámaras. “Hay Luciano para rato”, asegura.
La vida del hombre que hoy es el creador de la flota más pequeña de balsas del Titicaca siempre ha estado ligada al lago, y seguramente así seguirá.