Fuente: En Lima
Hasta el 30 de abril se puede visitar la muestra «Polanco en el Bar Olé». Si desean conmoverse con una Lima cromáticamente expresionista, con perspectivas que modifican las leyes de la gravedad, el pintor los espera con su vibrante explosión de colores inventados.
Escribe: Caterina Vella
Enrique Polanco tiene el poder de pintar la vieja Lima -Barrios Altos, el Rímac- de fulgurantes colores inventados por él. «Ojo de gato, ojo de pájaro, ojo de poeta, mirada infrarroja», escribió Julio Ramón Ribeyro sobre su capacidad de develar la secreta belleza de nuestra ciudad. Donde vemos cielo gris panza de burro, Polanco ve azul eléctrico, verdes, rojos, morados, cielos imposibles cargados de vibrante intensidad.
Entre tradicionales casas de un pasaje de Barranco, destaca el taller de pintura del artista. La fachada está pintada de verde perico y la puerta es de un rojo estridente: colores Polanco. No es necesario comprobar el número para saber que estamos en la dirección correcta. Al tocar el timbre se asoma sonriente por una alta ventana e invita a subir. Una hilera de apretados peldaños de madera, desemboca en una amplia sala con desvencijados sillones sobre alfombras persas. El espacio lo ilumina un tragaluz por donde se filtra el sol de verano, encendiendo un desnudo maniquí, al lado de lo que parece ser un altar. “Son mis muertitos”, dice cordial Enrique Polanco.
Al acercarnos, muestra una pequeña urna con las cenizas de su madre. La acompañan un ecléctico conjunto pagano con calacas mexicanas de diversos tamaños, una imagen de San Martín de Porras, amuletos chinos de la suerte, un santo popular venezolano vestido de doctor y las fotografías de sus grandes amigos: el poeta Antonio Cisneros y Víctor Humareda, pintor expresionista que ha marcado su vida y obra pictórica.
“Humareda me inyectó color en las venas, amor y pasión por la pintura”, cuenta de este peculiar artista, que lo impactó desde el primer día cuando irrumpió en el taller de la Escuela Nacional de Bellas Artes donde estudiaba.
Enrique Polanco era un muchacho miraflorino que hasta tercero de primaria estuvo en el Champagnat. Luego pasó al colegio José Olaya, en la avenida Benavides, donde tuvo un maestro de arte que notó su talento. “Mi profesor era Manuel Gómez, ex escultor egresado de Bellas Artes, que me hablaba de la escuela. Fue el primero que me incentivó”.
Cuando tenía solo 12 años hizo algo que en retrospectiva aún lo sorprende. Al costado de la casa de una tía miraflorina a la que frecuentaba estaba la librería La Familia. Se hizo amigo del señor que atendía e iba siempre a ayudarlo a ordenar libros y limpiarlos. “Me acuerdo que junté varias propinas y lo primero que hice fue comprarme un libro de Goya. Raro para un chiquillo. ¿Qué hacía comprándome un libro de Goya a los 12 años? Ese fue mi primer acercamiento hacia algo que no comprendía”.
A pesar de su talento y fascinación desde niño por los grandes maestros, Enrique Polanco soñaba con ser marino mercante. “Me tiraba la pera para ir al Callao donde me quedaba todo el día en el muelle viendo barcos”.
Otra opción era convertirse en arquitecto. Se graduó del José Olaya sin saber a qué dedicarse, así que su padre le consiguió un trabajo de dibujante geológico. “No tiene nada que ver con dibujante artístico”, aclara.
En esas estaba cuando una mañana, sentado en su tablero del Servicio de Geología y Minería revisando los periódicos, descubrió un aviso de convocatoria a la Escuela Nacional de Bellas Artes. No había vuelto a pintar desde el colegio, faltaba nada para el cierre de inscripciones. “Al día siguiente hice mi dossier con todo lo que pedían, me presenté e ingresé”, recuerda.
“Fue una premonición, un salto al vacío, ingresar a Bellas Artes. No me arrepiento de haberme hecho pintor”.
El genial Víctor Humareda
Estudiar en la Escuela Nacional de Bellas Artes, ubicada en Jr. Ancash, Cercado de Lima, le amplió la mirada al muchacho miraflorino, cuyo mundo se limitaba a su distrito además de Barranco y Lince. “Cuando entro a la escuela se me abre un universo diferente. Barrios Altos, el Rímac, otros colores, otra arquitectura, otro todo”, dice sobre las calles, rincones, casas y sobre todo techos, miradores y azoteas que lo sedujeron.
“Con un grupo de cuatro o cinco compañeros salimos durante cinco años todos los días a pintar. Habíamos mandado al diablo las clases de dibujo, estar pintando las estatuas o tanta cojudez; a la calle. Nos sentábamos a hacer acuarela en el lugar que veíamos interesante, hasta los curas del colegio San Francisco nos dejaban subir al techo”, recuerda de esta fascinación por recorrer Lima haciendo apuntes, que ahora ha remplazado por la cámara fotográfica. “Es un recurso extraordinario para un pintor. No se trata de competir con la foto. Te sirve como referente”, señala este artista que sigue andando nuestra ciudad para inspirarse en su decadente estética.
Una tarde de 1977, estaba en la escuela conversando con una amiga, quien pintaba una naturaleza muerta. De pronto, se abrió la puerta del taller con estruendo, ingresando un personaje de saco y corbata con pinta de bufón.
Agarró un chisquete de óleo violeta cobalto, se dirigió al cuadro en proceso y se lo puso a una de las berenjenas del bodegón. Se trataba del pintor Víctor Humareda, a sus 56 años, sorprendiendo a un joven Polanco, de 22, con la genialidad de lo imprevisto. “Así conocí a Víctor, me hice muy amigo de él. Religiosamente durante cuatro años fui a visitarlo dos veces por semana a su cuarto taller del Hotel Lima, en La Victoria, donde vivió y trabajó 30 años en un espacio de 2.5 metros por 1.5 metros. Más chico que esta alfombra”, me indica señalando una de las persas del salón de su estudio barranquino, donde conversamos relajados.
Víctor Humareda Gallegos, el pintor expresionista nacido en Puno en 1920, quien retrataba con color a nuestra ciudad y sus seres marginales como ambulantes, ladrones y prostitutas, además de sus arlequines, fue crucial en Polanco. El joven aprendiz de pintor y el artista de jocoso aspecto caminan juntos La Parada, recorren Tacora, suben al Cerro San Cosme, se meten a lugares maleados y conversan horas frente a una taza de manzanilla, en compañía del fotoperiodista Herman Schwartz, también deslumbrado con el ilustre personaje, a quien retrata con su cámara, llegando a publicar el libro “Humareda, imagen de un hombre”.
Sentado en uno de sus gastados sillones, con aspecto de haber sido comprado a alguno de los tricicleros de La Parada, que tanto lo impactaron en sus recorridos con Humareda, Enrique recuerda a su amigo con ternura. “Increíble haberlo conocido. Era un ser maravilloso. Tuve la oportunidad de conocer al Víctor jocoso, posero, pero también al Humareda, Humareda. El cual conversaba conmigo, él y yo, sentados frente a una manzanilla. Mucha gente cree que era borracho, nunca tomó, manzanilla nada más. Le debo mucho: me inyectó el color en las venas, el amor y pasión a la pintura. Lo dejé de ver el año 1984, en que me fui a China, con una beca, a hacer un post grado en arte en el Instituto Central de Bellas Artes de Pekín. Murió joven en 1986, tenía 66 años. Ya lo pasé, tengo 68”.
El taller con doble altura de Enrique Polanco lo diseñó un amigo arquitecto. El tragaluz que lo ilumina permitiéndole pintar con luz natural no existía. Subo con el artista al espacio donde trabaja. Me sorprende encontrar todos los cuadros volteados contra las paredes. “Castigados”, en el argot de los pintores. Solo el que está haciendo, del Mirador de Ingunza, está sobre el caballete con sus encendidos colores a la vista. En una mesa están amontonados tubos con óleos, no escatima con el material al pintar, imprime mucha textura a sus creaciones. “El óleo es para mí como el piano a la música, lo más, más”
¿Por qué tienes todos los cuadros volteados? Cuando estoy pintando un cuadro no quiero influencia cromática de otro. De lo que se trata es crear nuevos colores. Aparte es bueno porque después de un tiempo los volteas y si tienen algún defecto, al toque aparece. El cuadro me dice dónde tengo que trabajar.
Siempre pinta, cuando no lo hace está pensando en pintura. “El trabajo no es solo estar con el pincel sino elaborar la idea”.
Enrique Polanco es alto y estilizado. Camina todos los días a buen ritmo, al amanecer, para mover el corazón. Hace 22 años está con Yaninna Bellido. Continúa recorriendo Barrios Altos, el Rímac y sus alrededores. Lo sigue moviendo la decadencia, también le preocupa que un terremoto lo destruya todo, sepultando a miles de personas que viven tugurizadas.
¿Aunque Lima esté más deteriorada aun le cantas a su visible fealdad y secreta belleza, como escribió Julio Ramón Ribeyro en 1983, en la presentación de tu primera exposición? Claro, claro. Su paisaje urbano tiene belleza, la estética del abandono, del deterioro, que finalmente es estética también. Eso es lo que capto, mi mundo, el resultado son mis cuadros. Mi pintura es atemporal, no tiene tiempo, no me interesa.
En un principio todas sus visiones urbanas estaban marcadas con el sello de una terrible soledad. “Se diría que se trata de una ciudad abandonada. ¿Dónde están sus habitantes?”, se preguntaba Julio Ramón, de quien se hizo muy amigo también, al conocerse a través de su hermano Juan Antonio, en la quinta de 28 de Julio donde tenía su taller, que el escritor frecuentaba para conversar y fumar cigarros.
Con el tiempo Polanco mantuvo su cromática expresionista de perspectivas imposibles, pero sus cuadros fueron poblándose de personajes. Enardecidos manifestantes, sexy bailarinas, músicos de banda, atildados curas e incluso la niña/diablo de la célebre foto de Daniel Pajuelo.
Está alejado de las galerías limeñas y la vida pública, inmerso en “su cueva”. Ha expuesto en todo el mundo. Los años pre pandémicos presentó su obra en Washington (2017), Francia (2018) y Holanda (2019). Ahora exhibe en un espacio diferente: el Bar Restaurante Olé, donde el público tiene la posibilidad de conversar con el artista. Le gusta ese contacto, también que lo visiten en su taller. Se considera muy torpe con la tecnología, ni siquiera tiene WhatsApp, se quedó en Facebook.
“La gente que quiere un Polanco me llama a la antigua y viene a mi taller”.
—¿Puedo dar tu teléfono?
—Claro. 997 655 921.
La invitación está hecha. Si desean conmoverse con una Lima cromáticamente expresionista, con perspectivas que modifican las leyes de la gravedad, Enrique Polanco los espera con su vibrante explosión de colores inventados.