Este es un relato recogido del jefe de la fantástica comunidad Shora de Alto Coriri, mi buen amigo Willy Chimanca. Un grato recuerdo de uno de los lugares más maravillosos que he visto en mi vida, con gente pura y hermosa.
Por: Lenin Quevedo Bardález
Para los nomatsiguengas, Dios no vive en las nubes, ni es el sol, menos la luna. Dios es la luz, es Pava.
Willy Chimanca
Hace mucho cuentan los abuelos, la niña Cashiri caminaba desnuda, junto a sus desnudos padres en el bosque que hoy tiene el nombre de región Junín en el Perú, provincia de Satipo, cerca a ese río llamado hoy Ene. La familia iba a visitar a otra, cuando en su camino se atravesó un enorme polluelo. Era la cría perdida de un águila arpía, el ave más grande del bosque, tan fuerte que es capaz de enfrentarse a un otorongo, capaz de ganarle una batalla. El pequeño, completamente blanco, del tamaño de un cachorro de un perro grande, temblaba aterrorizado.
El hombre decidió matarlo para comerlo, pero mientras se acercaba para asestarle un golpe, Cashiri corrió a salvar la vida de quien luego fue llamado Pakitsa. Lo cogió entre sus brazos y desafiante dijo: “es mío, yo lo voy a cuidar”.
MÁS RUMBOS:
Pakitsa aceptó el sometimiento, pues además aseguraba su supervivencia. De ser una relación simbiótica para evitar la muerte, pasó a convertirse con los años en una extraña forma de amor. Pakitsa, casi del tamaño de la niña con ocho años, la cogía de sus delgados brazos y la elevaba por encima de las nubes. ¡Era la primera vez que alguien podía ver sobre las nubes entre todos los asháninkas! Y ella contaba lo que veía a todo el pueblo.
Descubrió que Tasurentsi no se ocultaba en las alturas. Que Menkoreenka, la raíz de las nubes, no ocultaba ningún tigre, sino que era el agua de la lluvia. Que nunca llegó hasta Janabeni, la tierra de vida, por más alto que volase y que dudaba de la existencia de Jananeina, el río de la vida que al beber sus aguas otorgan la eternidad.
Un intenso debate empezó entre los sabios del pueblo sobre los descubrimientos de Cashiri, hasta que no soportaron verse descubiertos, por lo que condenaron al destierro a ambos. Coincidió aquello con la llegada de una gran epidemia a la pequeña aldea. Era la maldición de Pakitsa y Cashiri, que había traído a los soldados de Tasurentsi a enfrentarlos: hombres que estornudaban al diablo y mataban a miles; con palos que escupían fuego y truenos desde lejos. Así empezaron a despellejarse, a enfermarse, a rendirse en la corriente de los ríos, a donde ingresaban para calmar la fiebre.
Todo eso veían desde el cielo Pakitsa y Cashiri, mientras regaban sus lágrimas. Morían pueblos enteros de la fiebre o de la barbarie. El miedo se apoderaba de los sobrevivientes, que ingresaban al bosque para esconderse del demonio y de los hombres que lo portaban; sembrando plantas a su paso y cuidándose de no dejar huellas. Los sobrevivientes habían aprendido que no había que alertar al mal y por ello solo cocinaban de madrugada, cuando nadie podía ver el humo a la distancia, cuando los sonidos de la noche están menos activos.
El miedo llevó también a que Pakitsa y Cashiri se escondieran en una cueva en la cima de la montaña que fue bautizada como Pakitsapango por los naturales. Ver tanta sangre, hizo que el águila despreciara profundamente al hombre y de ese desprecio contagió a Cashiri. De allí, fue fácil que ambos se alimentaran de humanos que se trasladaban por el río Ene, cogiéndolos de las balsas, siendo los favoritos los más alimentados.
Muchos hombres cayeron en manos de Pakitsa y Cashiri, hasta que cansados de perder a los suyos, los asháninkas idearon una forma de capturar al terrible pájaro. Con brea y arena, prepararon un muñeco con apariencia obesa y lo pusieron en medio de una balsa que acompañaban otros dos remeros. Pakitsa vio al apetitoso humano y se abalanzó sobre él para quedar con las garras aprisionadas y con una lluvia de golpes que al final acabaron con su vida.
Cashiri se quedó sola y hambrienta en la montaña, hasta que un gavilán se apiadó de ella. Le traía peces, le traía otras aves, monos pequeños, pero ella no podía comer otra cosa que no fuera carne humana. Fue así que un día decidió levantar vuelo. Se paró al filo de la montaña, pensó en que era posible y despegó desde allí… para caer pesadamente sobre las piedras de la orilla, dándole fin a esta historia.
*El presente es un relato basado en leyendas y hechos entremezclados, escuchados en los pueblos harakmbut, nomatsiguenga y shawi. Si bien es cierto esta historia es una leyenda ampliamente difundida en el pueblo asháninka, el autor del presente artículo se ha tomado muchas licencias.
Explorar lo remoto. Evitar las multitudes. Esa será las escencia de los nuevos viajes en este regreso. @Terra Explorer ya se aslista llevarnos a esos lugares inéditos.
Ponle rumbo https://t.co/Mu2XtXokcK pic.twitter.com/GhL28mVRFW— Revista Rumbos (@RumbosdelPeru) June 12, 2020
Reconocer y considerar al Autor, como un gran aporte a la cultura nuestra, este relato propio de la cosmovisión cultural de nuestras Comunidades Originarias de la Selva Central (Región Junín – Perú)… y a través de ello, resaltar y reconocer también, a todos sus líderes que diariamente luchan en pos de una resistencia cultural y mantener viva su gran legado a nuestra sociedad de hoy… Pangoa, como parte de la Selva Central, tiene muchas Comunidades Nativas, cuyos valerosos hijos; líderes, pintores, escritores, artesanos, docentes, músicos, etc… fortalecen y alientan a mantener viva la riqueza cultural de Nuestras Comunidades Originarias.