El fin de semana da sed. Por eso, Rumbos te recomienda visitar estos bares emblemáticos del centro de Lima que vieron nacer a personajes de antaño e innumerables historias.
Hablar de bares es recordar la dicha y la desdicha que nos somete. Es rodearse del tufo de la felicidad y del infortunio, lugar de todas las licencias, ecosistema de charlas sin pretexto, escuela de cultura cosmopolita y panal de sentimientos que se liberan como en el diván del siquiatra.
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Pisar un bar no es otra cosa que adentrarse en un universo que siempre es familiar. Entre estos, tenemos al mítico bar Cordano, al costado de Palacio de Gobierno, que vio a Martín Adán escribir poemas en sus servilletas para terminar en el tacho. También tuvo entre sus sillas al pintor Victor Humareda, que dejaba sus lienzos como forma de pago.
El Bar Maury, ubicado en jirón Carabaya 399, fue el primero que vio nacer al pisco sour, uno de los símbolos de la identidad peruana. Este local, así como varios del centro, se jacta de haber tenido entre sus mesas a presidentes e intelectuales de todas las castas.
El Hotel Bolívar, ubicado en jirón de la Unión 958, tiene en su establecimiento huellas de personajes como Orson Welles, Richard Nixon, Mick Jagger. Éste es también acreedor de la receta de uno de los pisco sour más representativos del país y uno de los cimientos arquitectónicos más antiguos que rodean la Plaza San Martín.
En el jirón Quilca, tenemos al grupo poético Hora Zero, que siempre terminaba en el bar Queirolo, al cual consideraban como un lugar de sabiduría antes que de alcohol. El bar Don Lucho, también ubicado en Quilca, tiene un aspecto añejo pero encantador, y apreció cómo diversas figuras políticas y artísticas relataban sus vidas como si fuesen un bolero.
El Bar Munich, ubicado en jirón de la Unión 1044, se presenta como un sótano enmaderado de suculentas salchipapas y deliciosas cervezas al polo, en donde tiene por las noches a un pianista en vivo que te transporta al pasado. Algunas leyendas comentan que Gabriel García Márquez estuvo por acá de joven, hasta Bryce Echenique y Abimael Guzmán en sus tiempos de profesor.
Mario Vargas Llosa iba a los bares durante su adolescencia cuando trabajaba en el diario La Crónica, pero solo para sentirse como todos aquellos intelectuales y bohemios que pululaban por allí. Quería sentirse un poco como ellos, que les contagien su inteligencia.
El cronista Eloy Jáuregui, del Movimiento Hora Zero, piensa que el bar sirve como templo del arrepentimiento y clínica para recargar las palabras. Oswaldo Reynoso escribió en Los inocentes que solo cuando la vida te golpee, comprenderán que los hombres que viven intensamente y tiene el corazón pesado, tienen que beber para liberarse hasta quedar borrachos.
Un editor uruguayo diría que todo hombre que se precie, hombre que vive y bebe, debe tener su bar, porque “decir ‘mi bar’ es necesario, le da sentido de pertenencia, de permanencia, necesidad de tierra firme o de mar: el bar puede ser también el mar de los hombres de tierra”, subrayaría en un libro de crónicas sobre un bar limeño.
Seguramente todos ellos bebían ron o cerveza, pero ante todo tenían conversaciones sabias. Y nadie puede decir nada en contra de eso.
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