Tentado por andar por esta increíble experiencia que es una alternativa al tradicional y saturado Camino Inca. Pon rumbo hacia Cusco y finaliza el año atravesando paisajes que quitan el aliento y haciendo una ruta que te permitirá contemplar la cara oeste de Machu Picchu.
Por Álvaro Rocha
Se puso de pie con dificultad. Tragó saliva, y pronunció la frase que decía en los peores y mejores momentos de su vida: “Quiero un trago”. Este había sido, ciertamente, un día realmente malo. Tanto así que, semanas después, observó que ni siquiera lo había registrado en su libreta de apuntes. Era el cuarto día en las montañas, y hasta entonces todo había sido fenomenal.
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Pero repentinamente se encontraba todo arañado, y con ronchas en brazos, torso y bajo vientre. Nunca supo si fue una intoxicación por alergia, la picadura de un maldito bicho, o una prueba mandada por los Apus, quién sabe. Lo cierto es que se olvidó del trago, y tomó un antihistamínico antes de ingresar a las magníficas habitaciones del Lucma Lodge. “Eso era lo bueno del asunto”, pensó mientras tomaba con cierto desgano una formidable sopa de quinua: se podía combinar las dificultades de un mal día de trekking con el confort que te recibía la final de la jornada.
Durmió tan plácidamente como cuando era un niño. Cuando se levantó había un cuenco de agua caliente en la puerta de la carpa, se lavó la cara, se sintió fuerte nuevamente. “Este es el día”, pensó. Por primera vez vería Machu Picchu desde su cara oeste, inusual para el común de los mortales que vienen desde lugares remotos para contemplar esta ‘maravilla mundial’. Un rostro desconocido de la máxima joya inca lo esperaba al final de la jornada. Su sonrisa fue, entonces, como el amanecer.
El clan global
Cuando aterrizó en el Cusco cuatro días atrás, no imaginó que la cosa iba a ser tan alucinante. Casi de inmediato estaba sobre una camioneta en dirección a Mollepata, luego de cruzar el río Apurímac. Desde allí, desde el ya legendario puente Cunyac, se podía divisar el inmenso penacho azulado y blanquecino del estupendo Salkantay.
Iba acompañado de un puñado de tipos, como un neoyorquino loco, loco de verdad. Contaba historias sórdidas todo el tiempo. Un canadiense deseoso de caerles bien a todos, aunque podía ser cáustico también. Un británico erudito y altanero a la vez. Una rubia de Vermont, con pinta de chica bien, atlética, conservadora y agradable. Un guía cusqueño muy hablador y acriollado. Y Enrique Umbert hijo –involucrado directamente en esta actividad turística- un motorcito para la chamba y siempre buena onda.
El primer almuerzo fue en Mollepata, el último poblado de importancia que verían en un buen tiempo. De allí el vehículo trepó sin piedad hasta Soraypampa, donde se levanta el primer refugio para los viajeros. Inmediatamente, los que habíamos transitado siempre estos caminos por medio de carpas sentimos la diferencia.
En lugar de un espacio oscuro, con las cosas regadas por el piso, y, lo peor, sin posibilidad de pararse con la tranquilidad que merece cualquier ser humano. En cambio, nos recibió una construcción de estilo rústico que se adecuaba, por el tipo de materiales y su disposición, al entorno geográfico. Y claro, no faltaron los mates de coca, un vinito, y un humeante jacuzzi.
Los arrieros y cocineros eran un mundo aparte: discretos y elusivos, sus voces en un quechua gutural se escuchaban como un eco lejano. Esa noche, sin necesidad de abandonar el refugio observamos, con el aliento contenido, el fantasmal nevado Salkantay (6 271 metros de altura) iluminado tenuemente por la luna. Tardamos un buen rato antes de internarnos en nuestras camas.
Ama rápido
Dicen los entendidos que en el Cusco hay dos grandes Apus, o divinidades tutelares, el nevado Ausangate (masculino), al sur, y el Salkantay (femenino), al norte. Pues bien, el Salkantay estaba con un genio terrible aquel día que transitamos por sus dominios. Salvo las primeras horas, cuando asomaron unos esperanzadores rayitos de sol, el cielo se nubló horrible, especialmente en el abra Salkantayccasa, a 4 600 metros de altura, donde granizaba y llovía y corría un viento endemoniado.
Los nevados y los cóndores aparecían y desaparecían entre bocanadas de neblina. Aún así, en los últimos 40 años hemos perdido el 30 por ciento de los glaciares. Recordó entonces los versos de José Watanabe (1946-2007), que caían a pelo con el calentamiento global: “No se puede amar lo que tan rápido fuga/Ama rápido, me dijo el sol. /y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,/a cumplir con la vida:/ yo soy el guardián del hielo.”
Ese día fue matador, pero sobrecogedor a su vez. Se podía sentir la fuerte presencia de la naturaleza y siglos enteros parecían cabalgar dentro del vasto silencio de la puna. Todo había pasado aceleradamente, teníamos el corazón y el espíritu agitados. Pero apenas entramos al Wayra Lodge (3 920 m.), nos desparramarnos en el salón principal y llenamos nuestros estómagos. Las estrellas incendiaron la bóveda nocturna mientras el grupo se relajó lentamente dentro de las tibias aguas del jacuzzi.
La selva prometida
En medio de la limpia llanura dorada, rodaron volutas de niebla. Era la selva que respiraba un nuevo día. A pesar que estábamos a 4 000 metros de altura, rodeados de rebaños de alpacas y nevados, ya se podía percibir, en lontananza, destellos de verdor. El sol levantaba la humedad de esa selva cercana y nos la traía hasta los altos Andes en forma de copos de algodón con aroma a viejas cortezas.
Ese día bajamos drásticamente hasta Colpapampa. El paso de las serranías a la selva alta mantiene el mismo encanto de siempre. A pesar de que no sea la primera experiencia, es imposible escapar al hechizo que produce ese cambio brusco de geografías. Primero nos topamos con bromelias y picaflores, luego vino una zona de mariposas de todo tipo y color; y finalmente nubes de mosquitos. Nos tumbamos en los cómodos sofás de cuero del Colpa Lodge (2840 m.), mientras nos explicaban que el nombre “Colpa” proviene de las rojizas quebradas tropicales, ricas en arcilla, donde acuden a comer cientos de loros verdes.
Al cerrar la tarde, fuimos en patota a unos baños termales. Hubo que atravesar un puente que parecía un palito de helado, pues el anterior fue arrancado de cuajo por un aluvión. El neoyorquino loco fingió que se caía al torrente 20 metros bajo nuestro. Después, todo bien. Uno entró calato a la deliciosa pocita de piedra, otro lo siguió, y al final todos estábamos en pelotas en el agua calenturienta. Todos, menos ella, que tuvo que tomarse dos cervezas antes de animarse a unirse a la alborotada tribu.
Mirada histórica
El cuarto día fue cuando amaneció con fiebre, retortijones estomacales y ronchas. Igual, caminó tambaleante un buen trecho hasta que un compasivo arriero lo trepó a un caballo. Cruzó como un zombi un bosque secundario erizado de espinas que le produjeron pequeños tajos en la cara y los brazos. Entre tinieblas vio pasar ante sus ojos: cataratas, colinas, sembríos, y muchos niños. Llegó arrastrándose a Lucmabamba. Un día antes del asalto a la retaguardia de Machu Picchu.
A golpe de ocho de la mañana, luego de despedirse de los arrieros Paulino y Bernardino Holgado, y del cocinero Genaro Alca, empezó a subir por un serpenteante camino inca que lo condujo a Llactapata, un complejo arqueológico inca casi desconocido. Desde sus dominios pudo apreciar, absorto, la ciudadela de Machu Picchu desde su lado Oeste. Distinguió claramente el Huayna Picchu, el Intihuatana, y el perfil recortado –aunque inverso en su memoria- del más notable monumento inca.
Luego se zambulló en un descenso interminable mientras el río Urubamba se enroscaba a sus pies. Pasó por cafetales y por un puente colgante y bajo la inverosímil catarata artificial que ha creado la hidroeléctrica, antes de caer sentado en una silla del destartalado restaurante donde reposaba la tribu.
Estaba agotado, pero había sido un día increíble. Una semana increíble, en realidad. Tragó saliva, y dijo la única frase que decía en los peores y mejores momentos de su vida. “Quiero un trago”. No es necesario decir que esta vez una cerveza rodó directamente a sus manos.
En Rumbo
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