Ajústense sus chalecos salvavidas y prepárense para navegar por el lago Titicaca, a bordo de sea kayaks en una travesía organizada por Duilio Vellutino de Experiencia Munaycha. Será un estimulante paréntesis en estos tiempos de pandemia.
Por: Caterina Vella
Una soleada mañana de noviembre de 2020, tras aclimatarnos unos días en Puno, nueve limeños integrantes de la expedición de seis días y cinco noches en sea kayaks por el lago Mayor del Titicaca, nos reunimos en el muelle del hotel Casa Andina, donde se iniciará nuestra expedición.
Las estilizadas embarcaciones para dos tripulantes o individuales, resplandecen sobre las aguas turquesas del lago. Duilio Vellutino y Gabriel Gygax, experimentados guías arequipeños, nos asignan nuestros kayaks de colores, nos enseñan a ponernos las ‘faldas’ y ajustan los chalecos salvavidas. Y es así que, antes de darnos cuenta, ya estamos remando rumbo a las islas flotantes de los Uros.
“Si toco el pito una vez, significa atención; dos veces, nos reunimos; tres veces, se ponen las mascarillas”, advierte Duilio en estos tiempos de covid-19. Aventurero experimentado, nuestro capitán tiene una historia particular con los espacios abiertos y la vida al aire libre. Cuenta que a los 15 días de nacido sus padres lo llevaron a su primer campamento en Mejía (Islay, Arequipa), donde pasaban meses viviendo en un camper.
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Al pequeño Duilio le encantó la experiencia que repetían sus papás todos los veranos. Con el paso del tiempo se convertiría en deportista extremo, llegando a ser cuatro veces campeón nacional de kayak. De su pasión por la aventura y los viajes por el Perú, nació Experiencia Munaycha, la combinación perfecta entre la adrenalina y los cuidados detalles que convierten sus travesías en una experiencia maravillosa.
“Kamisaraki Waliki”, nos saludan los uros en aimara, dichosos de ver turistas tras ocho meses de para. Respondemos el saludo mientras remamos sorprendidos cerca a fantásticas embarcaciones de totora construidas al estilo vikingo. Les dicen ‘balsamaranes’ y a ambos lados tienen cabezas de puma con afilados dientes.
Quisiéramos detenernos, pero nuestra primera parada será en la isla Amantaní.
Remamos tranquilos bajo el sol, es fácil hacerlo en el lago, pues no hay olas ni se siente la altura. Estamos en estado meditativo al compás de nuestra respiración y la suave cadencia de los remos entrando al agua cristalina, cuando aparece en el horizonte una isla llena de andenes con farallones de piedra en la cumbre.
Hemos llegado a Amantaní, donde acamparemos en una explanada cubierta de pasto. Del sigiloso barco de apoyo que nos acompañará durante toda la travesía -siempre cerca, pero no tanto como para molestar-, desembarcan con el equipo de campamento, José, Jaime y Nidio, los jóvenes siempre ágiles y sonrientes del staff Munaycha.
En minutos arman las carpas cocina, comedor y dos baños. Nos ofrecen prestos sillas estilo director de cine, para sentarnos a esperar relajados y extasiados que estén listas unas deliciosas truchas a la plancha. Antes de acostarnos en nuestras carpas de alta montaña que Duilio y Gabriel Gygax nos enseñan a armar, los chicos Munaycha nos sorprenden con bolsas de agua caliente forradas con franela roja y blancas fundas de almohada para meter nuestras casacas dentro y dormir bien.
“No hay mal campamento sino mal equipo”, es una clásica frase de Duilio, experto en hacer campamentos sin sufrir en los lugares más insólitos. Munaycha significa bonito o cariño en quechua. Eso será lo que primará en toda la expedición. ¡Dulces sueños!
A la conquista del Pachatata
Despertamos renovados y listos para remar alrededor de la isla de ocho kilómetros. Antes de embarcarnos devoramos agradecidos un potente desayuno con ensalada de frutas, panes andinos, panqueques, yogurt, granola, miel y buen café. Full energía. Remamos bordeando Amantaní, viendo a los vecinos sacar algas de las rocas para comérselas. Los saludamos y responden alegres.
“De la roca a la boca”, exclama Gabriel divertido. Más tarde, la señora Vinita Llanarico se acercaría curiosa al campamento para contarme el alga llashka, es muy nutritiva y se puede comer recién extraídas del lago o en sopas todopoderosas. “Felizmente los he visto. Estamos extrañando a los visitantes. Son una entrada importante para toda la isla”, me dice con alegría. Ella está contenta de que estemos allí.
La señora Vinita -mujer del campo y del lago- aconseja subir a los templos de Pacha tata y Pachamama, donde las diez comunidades de Amantaní, celebran todos los tres de enero un pago a la tierra ‘sin licor’, explica y, sin quererlo, adelanta los planes de Duilio, quien para esa tarde había planificado una caminata hacia el templo Pachatata.
Antes del atardecer iniciamos el ascenso a la cumbre de la isla, considerada el punto más alto del Titicaca. En cada paso se siente la altura y la falta de oxígeno. Debemos caminar despacio, manteniendo un ritmo constante en la respiración. Definitivamente, remar es más fácil. “Parece una pirámide trunca, un majestuoso templo mexicano”, dice Diego Alvarado, el atento fotógrafo del grupo, cuando al fin logramos ver el Pachatata.
Valió la pena el esfuerzo. Desde el templo tenemos una espectacular vista de 360 grados del lago con la cordillera Carabaya, por un lado, y al otro, la puesta del sol y las islas e islotes que recorreremos al día siguiente. Bajamos iluminados por linternas mientras en el cielo se encienden las estrellas.
Desembarco en Ticonata
“Me he puesto mal mi ‘falda’”, comenta Eddie Thomberry, preocupado antes de empezar una nueva travesía. Se refiere a la tela impermeable que une al navegante al sea kayak para que no entre agua. Duilio asegura bien la ‘falda’ y Eddie se monta al kayak seguro y feliz a sus 68 espléndidos años.
Hoy cruzaremos parte del lago con destino a la pequeña isla de Ticonata. En el trayecto descubrimos un islote con una playa de arena blanca en la que decidimos desembarcar para comer un snack, pero al acercarnos nos damos cuenta de que hay un cultivo de papas en la orilla. Respetuosos, continuamos remando. “¡Busquemos un plan B!”, exclama Duilio, siempre listo a descubrir lugares por explorar, pues es un scouter por naturaleza.
En el muelle de Ticonata nos recibe un grupo de mujeres con polleras fucsia, blusas bordadas y monteras adornando sus cabezas. Son sombreros típicos con diseños hechos con hilos de colores y grandes pompones a cada lado. Somos los primeros foráneos en llegar en muchos meses y están realmente contentas de recibirnos. Sin que lo pidamos se apuran a cargar nuestros equipajes hasta las casitas preparadas para los viajeros. Allí dormiremos esta noche.
Caminando llegamos a un grupo de construcciones circulares de adobe con techos cónicos cubiertos de ichu. Sentimos que estamos en un cuento. Basilia Quispe, la ‘primera dama’ como bromean sus amigas, nos da la bienvenida “con los brazos abiertos”, dice cariñosa. Sus palabras son acompañadas por un gesto afectuoso.
Esa noche, guardando prudencial distancia, locales y foráneos compartimos un gran fuego en el patio central. Alrededor están las casas construidas siguiendo el modelo de una aldea putuco[1] de piedra y barro como las de sus tatarabuelos. Que alegría estar en un lugar donde preservan con orgullo sus tradiciones arquitectónicas y evitan imitar la ‘modernidad’ limeña.
Del lago al cañón de Tinajani
Aún emocionados por el festivo recibimiento en Ticonata, partimos al día siguiente rumbo a la comunidad de Santa María, en la península de Capachica. Será el día más largo y último de navegación, pero, después de tres días remando, sabemos que basta agarrar el ritmo de remada y respiración para entrar en trance meditativo.
Navegamos extasiados bordeando la península. Con Paolo Puelles, mi compañero de viaje, agarramos velocidad y jugamos a meternos como flechas entre los largos totorales que emergen del agua cristalina. En una de esas, el kayak colorado de Denisse Judge y Ali Cava se queda atrapado entre la vegetación. “Nos quedamos ‘atotoradas’”, comentaría divertida, Denisse.
Tras cinco horas remando parece que nunca arribaremos al esquivo destino, entonces, Lalo Maranzana empezaría a quejarse, porque por primera vez está en un kayak single sin la potente remada de su Ali. De cierta manera sus reclamos fueron propiciatorios. Al fin llegamos al muelle de Santa María, al lado de una playa de arena blanca: postal del paraíso. Desembarcamos y nos tumbamos a descansar. Fueron 14 kilómetros de navegación, según indica la App Strava de Cristina Moragues, la blogger del grupo.
En la comunidad de Santa María, bajo un arco de piedra característico del altiplano, nos espera sonriendo Tomás Cahui. Él, para recibirnos, se ha puesto un sombrero de fieltro y chaleco de lana de oveja bordado con coloridos picaflores y cantutas, la flor de la zona. A pesar de los temores hacia los turistas por la pandemia, Duilio ha manejado y organizado muy bien el tema con nuestros anfitriones.
“Estoy feliz, contentísimo, ojalá traigan suerte para que venga más gente”, dice Tomás, mientras nos asigna una de las casas hospedajes en las que 40 familias han acondicionado cuartos para recibir a los visitantes. En Santa María la principal actividad es el cultivo de papa, oca, haba, quinua, maíz y trigo, brindar alojamiento es un importante complemento a sus ingresos. La bienvenida sigue con una comida en una larga mesa con vistas al lago, instalada bajo un fresco techo de totora. Nos sentimos privilegiados y agradecidos de estar allí.
Al día siguiente, tras un delicioso desayuno con pan toctche, partimos en una camioneta rumbo al cañón de Tinajani (3953 m.s.n.m.), el lugar perfecto para terminar nuestra aventura en Puno. Al llegar quedamos sorprendidos por las gigantescas formaciones rocosas de color rojo que contrastan con el dorado del ichu.
Las enormes piedras de arenisca esculpidas por el viento y la lluvia parecen torreones o tótems colocados sobre bases delgadas. Es imposible explicar cómo se sostienen. Luego de observarlas, armamos nuestras carpas de alta montaña frente a una monumental pared de roca roja con orificios de las que chorrea algo blanco. “Son nidos de aves, no las invoques”, advierte Duilio. No hace falta. Al final de la tarde, sentados en nuestras sillas cinematográficas, vemos fascinados a los pájaros que retornan a sus nidos de piedra en las paredes del cañón.
Haciendo alharaca vienen las bandadas de fornidos gansos andinos de pecho blanco con alas negras, estilizadas bandurrias de plumaje gris, además de águilas y halcones. “Demasiado bonito”, suspira Tere Durán, emocionada con la magia del lugar que hace millones de años fue el fondo de un lago.
Esa noche, bajo las estrellas, acordamos realizar la ceremonia de agradecimiento del maestro Tahuiro, del cual Tere es discípula. Formamos un círculo y tomados de las manos empezamos a girar repitiendo palabras que ella pronunciaba en quechua. Cerramos los ojos y seguimos girando, repitiendo el mantra, sintiendo la poderosa energía del altiplano en nosotros.
Al terminar, los once fantásticos (así nos sentimos) nos abrazamos fortísimo, con cariño infinito. Es un gesto natural y espontáneo tras seis días conviviendo y conociéndonos, conversando de todo en las largas sobremesas en la carpa comedor. El covid-19 no existe. Es una mala película a la que no quisiéramos tener que volver.
En Rumbo
Contacto: Duilio Vellutino
T. (+51) 984 770381
Correo: duilio@munaycha.com
Web: www. munaycha.com
Destinos de Munaycha :
Costa de Arequipa: Quilca a Matarani de enero a marzo.
Titicaca: lago Menor y Mayor de abril a diciembre.
Pacaya Samiria: de agosto a octubre.
[1] Los putucos son construcciones hechas a base de champa (tierra e ichu) típicas del lago Titicaca. De origen ancestral, son ideales para protegerse del clima altiplánico. Conozca más de los putucos en https://issuu.com/yadhiramerahu/docs/informe_final_metodologia.
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